A los pocos días del fallecimiento de mi padre, Caja San Fernando, nos comunicó a mi madre y a mí el interés de homenajear su figura, a través de una exposición de sus carteles. En un principio no compartíamos esta idea, parecía que estaban obviando una parcela demasiado importante para él, como era la pintura, me refiero a la considerada «de caballete», la cuál anteponía inclusive en importancia, sobre su otro quehacer, el de diseñador gráfico. Sentíamos que mostrar sólo los carteles podría traicionar este concepto, que le había hecho huir del encasillamiento como «cartelista».
No podemos olvidar que su vocación primigenia era la de pintor y su desarrollo como publicista fue de la mano de la necesidad. Fue mucho el empeño, sacrificios, la preocupación por el buen hacer, le llevaron a una prolongada y fértil trayectoria la obra pictórica. La propuesta que nos llevó a una reflexión, acompañada de un repaso de la obra cartelística, lo cual supuso comprender mejor el criterio, que no era tan desacertado. Por una parte es tan extensa en número y calidad su obra cartelística que, no suponía, ni muchísimo menos traicionar los pensamientos de mi padre, sino todo lo contrario, acercarnos a su ideario: deslindar un género y otro. Quedaría para otra ocasión, haciendo honor a la verdad, mostrar su obra que ese «hermano menor y respondón», como él lamentando acostumbraba a decir, le había ganado la partida, como tantas veces ocurrió, en el terreno de la fama Pictórica. Los carteles, aunque bien es verdad, supusieron, como podemos constatar en su biografía, un camino de gozo, amplio reconocimiento y satisfacciones, manifiestas también hoy, con los preparativos de la exposición. Gracias a ella, mi madre y yo hemos recordado y revivido los momentos que se vivían en casa, cuando mi padre trabajaba en algún cartel. Hubo temporadas que no había acabado uno cuando empezaba los garabateos preparatorios del próximo boceto, recuerdo que a veces pintaba dos o tres carteles para el mismo concurso. Eran días de intensa labor, sin límites de horarios, apurando hasta los últimos minutos los plazos de entrega, empalmando el día con la noche. A veces decidía hacer modificaciones a última hora, no previstas en los bocetos, desde modificar todo un fondo porque el color no le convenciera, hasta cambiar la rotulación de lugar… El recuerdo me trae muchas madrugadas, de cuando niña, en las que puedo oír el tintineo del lavapinceles, puedo ver la luz del flexo, el humo de su cigarrillo y su silueta recortada entre la rectilínea arista del cartel y las contracurvas de los tarros de témpera. Eran días de intensa labor y dedicación, sin embargo se le veía pleno, lúdico, le encantaba, disfrutaba pintando sus carteles. El culmen llegaba cuando venía la comunicación de un premio.
Recuerdo que hubo largas temporadas que en casa comíamos gracias a los premios, era la única fuente de ingresos, hecho que puede explicar el por qué concursaba tanto y con más de una obra. Fueron más de cien primeros premios. Ahora, mientras preparábamos y seleccionábamos la obra, seguíamos un claro rastro exitoso de su labor cartelística, a través de carteles litografiados. Sin embargo también tropezamos con originales, carteles que no llegaron a ser seleccionados. Me gustaría destacar, entre éstos, uno en especial que va a tener un cierto protagonismo, al ser el cartel anunciador de la Exposición, ¡Qué paradoja!, entre tantos carteles premiados. Creo curioso traer a estas líneas, cómo y cuándo hallamos dicha obra. Estábamos mi madre y yo ultimando el arreglo del estudio, pues habíamos quedado con don Luis Becerra para fijar la selección de obras que irían a la exposición, cuando reparamos que en un rincón,
un tanto escondido había un embalaje que guardaba un cartel. Al abrirlo pudimos apreciar que se trataba del que podría haber sido el anunciador de las Fiestas Primaverales de Sevilla del año 1985, pero que no fue. ¿Qué había pasado?, la respuesta tuve que buscarla después, porque la hora de la cita se nos echaba encima y lo que hicimos fue colocarlo en el caballete negro, donde mi padre pintaba los carteles. Era como un pequeño milagro, el cartel al haber estado estos años protegido por el embalaje, se nos presentaba como recién salido de las manos de quien lo pintó. Refulgía como tantos otros, por sus brillantes colores, por su impecable dibujo y factura. Latía y se podía sentir la ilusión y el cariño que había puesto como si de poco tiempo se tratara.
Llegó la hora de la cita, y allí estaba la misteriosa dama del cartel de 1985, encandilando con unos profundos ojos, abrileña y ataviada hábilmente de forma simultánea con galas de Jueves Santo y de martes de Feria por la mañana. Una dama, con la cual no habíamos contado y que fue la estrella de la agradable tarde de trabajo, destinada a seleccionar la obra de esta exposición. veces tuvo Por la buena impresión y el éxito del hallazgo alcanzado, parecíame que mi padre nos había pintado el cartel especialmente para este momento. Era como si se tratase de una obra postrera, legado de su buen hacer; pero, también que con ella, nos quería dejar en evidencia ciertas aguas turbias que corrían por los concursos de nuestra ciudad. Entonces vinieron a mi mente las piruetas que muchas que hacer para burlar a los jurados, preocupados más por descubrir la obra de Álvarez Gámez y apartarla, que la de seleccionar una buena fuese de quien fuese. Recuerdo cuando en el año 1969 diseñó dos carteles para el concurso de la Cabalgata de los Reyes Magos, uno acorde con una línea clásica, según lo que se esperaba y otro totalmente innovador, muy picassiano, un rey con dos caras en su mismo rostro, pues bien el jurado premió dicho cartel, desechando los originales de la consabida línea, en la seguridad que suyo andaría entre ellos. Se abrió la plica… ¡Pues, señores, es de Álvarez Gámez! Cuantas veces cambiaba la forma de montarlos, embalarlos e incluso variaba la persona que había de entregarlos, desfilamos toda la familia. También recuerdo cómo contaba cuando lo llamaron al orden, desde el Ayuntamiento, por un cartel que realizó para una Exposición de plantas y jardines, en el que se le ocurrió colocar una cinta verde y blanca junto a la bandera nacional, creo que lo tacharon de «comunista», con la connotación que ello suponía en la España de la Dictadura.
Volvamos al cartel de 1985. Para despejar la incógnita de lo ocurrido en este concurso, me fui al álbum de recortes de prensa y localicé las noticias publicadas esos días en los periódicos. Se contaba cómo desde la entrada del Ayuntamiento en la práctica democrática se llegó a una idea por cierto nada democrática, la del encargo en vez del concurso, para realizar el cartel que anunciara las Fiestas Primaverales Sevillanas. La solución parece que no dio los resultados apetecidos, pues los artistas que diseñaban dichos carteles, aunque loables, no eran especialistas en labores publicitarias. De nuevo, tras ya una fallida convocatoria en el año 1979 se llegó, a otra que hizo que la nómina de participantes no fuese demasiado brillante. Sin embargo pese a todo, él participó animado por un cierto espíritu limpio y deportivo, con el mismo que siempre acudió. De forma lamentable se vio metido entre un tropel de desaciertos que lo enmarañaron en un conjunto de descalificaciones y opiniones negativas que su obra no merecía.